Indagando en la historia de Extremadura, como ocurriría con cualquier otra parte del mundo, se pueden encontrar personajes cuyo recorrido vital puede sorprendernos. Pero el caso que nos ocupa a continuación es, con toda seguridad, uno de los más curiosos que podamos imaginar.
Breves notas personales.
Juan Francisco Arroyo Mateos nació en 1925 en algún lugar de la provincia de Cáceres en el seno de una familia de ferroviarios. Fue ordenado sacerdote en el Congreso Eucarístico de 1952 celebrado en Barcelona, ejerciendo en las poblaciones cacereñas de Mata de Alcántara, La Granja y Piedras Albas.
Esta localidad, en la que ejerció hasta 1974, sería su último destino. Jubilado, prematuramente, a los 50 años por, al parecer, ciertas discrepancias con el obispado de Coria, hubo de trasladarse a la Residencia de Ancianos de la Fundación Condesa de la Encina, en Brozas, donde falleció el 21 de abril de 2008 a la edad de 83 años. Sus restos descansan en el cementerio de Malpartida de Cáceres.
Primeras excentricidades.
Este singular párroco pronto dio muestras de su personal heterodoxia. Como en Mata de Alcántara, su primer destino, eran muchos los feligreses que no acudían a la misa de los domingos, decidió tomar alguna medida. Era una época de enormes necesidades para la población que se veían paliadas de alguna manera por los populares bonos de ayuda americana. Nuestro párroco entregaba uno todos los domingos a los fieles que acudían a la iglesia, medida que trajo consigo una afluencia masiva.
Esta truculenta ocurrencia no tendría mayor relevancia si no fuera porque Juan F. Arroyo estaba destinado a convertirse en uno de los personajes más extravagantes que ha dado Extremadura. A finales de la década de los 50 el reparto de bonos americanos a la población española fue desapareciendo paulatinamente pero a nuestro protagonista no le faltaban recursos.
El "encuentro" que marco su vida.
Nuestro buen párroco no cejó en su intento de pasar a la historia. Según el mismo confiesa en uno de sus libros:
“Allá por el año 1957 cierto día, a la doce de la mañana aproximadamente, miré al cielo y divisé un objeto que parecía triangular. Los movimientos o maniobras que hacía eran muy pequeños. Se paraba algunos momentos. Comprendí que esto no lo podía hacer ningún avión o aparato hasta entonces inventado por los hombres. Y deduje que aquello era uno de los llamados platillos volantes”.
Tras esta experiencia, real o no, Juan F. Arroyo se lanzó de forma convulsiva a escribir una serie de obras místico-ufológicas bajo el seudónimo de Jeremías López, cuyos gastos de edición costeaba él mismo. En ellas, se evidencia una visión religiosa difícil de calificar, ya que mezcla de forma delirante unas religiosidades arcaicas y populistas, con una serie de afirmaciones, sobre el tema de los ovnis, simplemente irrisorias.
Según nuestro personaje los extraterrestres, al igual que los ángeles, podían ser buenos o malos, lo que entrañaba un peligro para la humanidad. Podían ser seres malvados que bajo la careta de provenir de civilizaciones muchos más desarrolladas, tan solo buscaban sembrar el caos, la inquietud y el miedo. Por tanto, aconsejaba tomar una actitud de desconfianza hacia estos inesperados visitantes.
Su labor la llevó a cabo hasta bien entrados los años noventa del s. XX, publicando una veintena de libros algunos de cuyos títulos nos pueden dar una idea de su disparatada visión del mundo y el universo:
- “El porvenir de España, la Iglesia y el mundo según importantes profecías. Los extraterrestres tendrán con los hombres un trato familiar”.
- “Mujer española que subió y se paseó por un planeta habitado”.
- “La Virgen anuncia que los seres del espacio tratarán amistosamente con los hombres”.
- “Planetas habitados, vistos y descritos por agraciados terrestres y visitantes extraterrestres”.
Según declaró en una entrevista que le realizó el escritor Lino Camprubí Bueno poco antes de morir, llegó a enviar al dirigente ruso Nikita Kruschev y al presidente egipcio Nasser sendos escritos donde les desentrañaba sus extravagantes teorías.
Sus textos son prácticamente imposibles de encontrar aunque se sabe, por sus propias declaraciones que, en un principio, fueron celosamente guardados por las monjas jerónimas de Garrovillas (Cáceres). Más tarde sería la propia Diócesis de Coria quien se los reclamara a la orden femenina, desconociendo su paradero actual.
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